mercredi 6 mars 2013

Acerca del tarot de Marsella


  El texto que presento a continuación hace parte de esos caprichos literarios que me incitan a escapar del aburrimiento del trabajo académico o de las cosas que, en virtud de su repetición o de su cercanía, se tornan banales y hasta vacías de interés. En mis busquedas bulímicas de pequeñas joyas literarias, de las que está incrustado el siglo veinte, lo encontré – como a las cartas mismas – completamente por casualidad. Más bien sin haberlo buscado. Lo escuché, primero, como los rumores de adivinación a los que no acordaba demasiada importancia en el patio de mi colegio bogotano, mientras la horda de curiosos crecía en torno a la pitonisa. El tarot, con el tiempo, terminó ejerciendo plenamente su encanto gratuito sobre mi espíritu.

  Traducir este prólogo me brinda el placer de verle nacer de nuevo y de rememorar muchas cosas que desafortunadamente no tienen ya cabida en mi morada parisina. El prólogo que libro aquí a mis escasos lectores apareció en una reedición de 1949 de un libro de Paul Marteau cuyo título es El Tarot de Marsella.1 Marteau, gran maestro cartero de Francia, fue uno de los directores de la casa Grimaud reconocida mundialmente por la calidad de sus barajas. Su oficina ofrecía algo bastante parecido al escenario de un sueño : muros tapizados con barajas de todo género y de todas las épocas.2 Su libro igualmente es luminoso. Por lo demás, Jean Paulhan, el autor del prólogo, fue un crítico literario que se interesó, entre otras cosas, por la obra de Sade, en la época en la que ésta ejercía su influencia más vehemente, en la que el mismo Sade parecía desdibujarse tras las voces y las plumas de sus lectores-machos-activos y en la que se subrayaba, tal vez de manera recalcitrante, su modernidad.

  Lo oculto permanece oculto y tan pronto como es revelado, se deshace. La oscuridad es, como diría Lezama, nuestra luz. La oscuridad de todas esas entidades que nuestra modernidad empujó a lugares marginales, pero que le inyectaron a nuestro mundo un un germen de violenta fantasía como la alquimia, las novelas pornográficas, los tarots o, en últimas, la novela negra, siguen ejerciendo su encanto. Quiera el misterioso designio de las cosas ensombrecer por completo nuestra época árida, de explanadas vacías, azotadas por el viento y exentas de cualquier irregularidad.

Prólogo acerca del uso correcto de los tarots



  Sobre la naturaleza de los tarots hay quienes casi no entienden nada y quienes entienden demasiado. Unas veces los erúditos ven en ellos un almanaque perpetuo y otras veces un curso de moral, un tratado de ocultismo, una metafísica y una alquimia, un juego, la simple fantasia de un cartero, un tratado de ocultismo o una mancia. Sus comentarios, a veces gratuitos y violentos, dan ganas de no abordar el tarot más que con rigor, así nos tengamos que limitar a unas cuantas líneas.
  Sin embargo, el siempre amateur del tarot, su usuario (si se puede decir así), nunca duda en hacerlo. Mientras maneja sus cartas, y las hace girar y volver a girar, piensa en asistir al desarrollo real de las cosas de las que no veía hasta este momento más que la apariencia. Como si hubiese puesto una reja sobre el mundo, cualquier evento le revela de repente su lado oculto, sus fantasias, sus razones singulares. El tarot, según la época, hace las veces del adivino, de la sibila, del gueridón con tres pies y de la jóven sensible, y vagamente sonámbula – a veces siriventa – que en el tiempo de Mesmer informaba, cada noche, a la familia entera sobre el origen del mal, los paisajes del infierno y el tratamiento de los reumatismos.

1. Los arcanos y la ley de la especialidad


  Los tarots son una lengua de la que sólo conocemos el alfabeto. Ese alfabeto comprende setenta y ocho letras que parecen pictogramas o jeroglíficos, o sea, que a primera vista tienen algo misterioso y a la vez ingenuo, pero también sutil. Aparecen en ellos un papa, un cangrejo de río, el sol y la luna, un ilusionista y un hombre colgado. Es un alfabeto en el que cada letra (como quisieramos a veces, en vano, que fuesen nuestros alfabetos) parece llevar ya su sentido. Empero, las obras y los monumentos literarios de esta lengua se disipan tan pronto como han sido formados : por mucho podemos distinguir diversos géneros que se llaman gran juegopequeño juegosorteo mediogran sorteocumplimiento y el resto.
  Por otro lado, el tarot no es más que la baraja común de cartas – exactamente como el francés es un latín un poco más evolucionado ; o el malayo un malgache primitivo. Para saber cual fue primero se debate sin grandes pruebas. El hecho es que los dos tienen el mismo uso : unas veces sirve para el juego puro y simple – juego lombardo o tarochino para el honor y la ganancia – el piquet o la imperial. Otras veces sirve para consultar el destino. Y entre el juego y la consulta sirve para todas las combinaciones que nos podamos imaginar. El jugador de belota en el café, que tiembla primero frente a sus cartas, les lanza una mirada de soslayo y luego exclama : « No hay oportunidad sino sólo para la plebe » (la plebe es su adversario) o incluso : « Definitivamente, Dios está en contra mía », tiene la gran preocupación de que alguien pague sus bebidas. Interroga a los dioses y trata de avergonzarlos.
  Como el uso es el mismo, las figuras son análogas : los mismos honores, los mismos reyes, las mismas reinas, (o damas o mujeres), los mismos sirvientes (lanzados en el tarot de los caballeros). Las mismas cartas numerales : el as, el dos, el tres, el cuatro y toda la serie hasta diez. Y en unas cartas los « colores » son simplemente : tréboles, diamantes, corazones y picas, mientras que en las otras son bastos, oros, capas y espadas. Sin embargo existe otra diferencia más sensible. Son los veintidos arcanos – aún se suele llamarles ases, o triunfos – del tarot que superan en el juego a cualquier otra carta y que, en la adivinación, señalan las intenciones mayores del destino.
No es esta última una diferencia anormal o sorprendente. Los lingüistas acostumbran a distinguir entre lenguas sintéticas y analíticas. Agregan que es muy común ver una lengua analítica tender a la síntesis o ver a una sintética tender al analísis, según la ley de la especialidad. Es así como el francés dice más puro mientras que el latín decía con una sola palabra purior, o al amor mientras que el latín decía amori, o incluso del árbol en lugar de arborisDeamás, son exponentes. La mayoría de éllos son antiguos sustantivos, adjetivos o adverbios que fueron extraídos de lo común y dotados de una fuerza activa.

  Lo mismo ocurre con los arcanos. En el juego corriente, cada color puede convertirse en as. Para lo cual, según el caso, basta con el azar de darle vuelta a una carta, o con la decisión de un jugador (que se compromete, al precio de esta concesión, a sacar de sus cartas un partido sensacional). Empero en el tarot, los ases hacen banda aparte. No dependen ya de ningún color. No están provistos de números ni de cifras. En pocas cuentas, se han vuelto exponentes, cada uno de ellos parece señalar en adelante – como ocurre con las preposiciones – sus matices particulares ; mientras que el conjunto señala una intención común. 


2. Desorden y metamorfosis


  ¿Cuál intención? Si miro con paciencia estos singulares pictogramas lo primero que me asombra es su diversidad. Es como si todos los pueblos y todas las mitologías hubiesen sido llamados a colaborar con ellos (¿como podría entendérseles de otra forma?) Ese diablo rodeado de dos diablillos, ese juicio final – con su trompeta estruendosa y con la resurección de los cuerpos – son descendientes directos de Cristo. De acuerdo. Pero ¿ Qué pasa con la papisa? Aquí hay algo que se parece más bien a la blasfemia. En realidad, se aparenta más a Isis con el gran libro de la naturaleza (que no lee) sobre su canto, detrás suyo hay un manto tendido. La rueda de la fortuna, con su esfinge, su mono y su perro, también nos remite al Egipto antiguo. Además, el Enamorado, el Mundo, el Carro del Triunfo, parecen evocar más bien a los griegos y a los romanos. Y hay otras alusiones más precisas. El Cangrejo de río (o Cancer), los Gemelos, las Pléyades corresponden evidentemente a la astrología, mientras que el Papa entre las columnas Jakin y Boas, pertenece a la iniciación masónica. La transmutación de los metales corresponde a la alquimia medieval.
  Otras laminas parecen evocar simplemente proverbios. La templanza echa agua a su vino3 : la Estrella (¿pero por qué la Estrella?) lleva agua al río. Los perros ladran a la Luna. En resumidas cuentas, no hay religión ni ciencia que no esté involucrada en menor o mayor medida. Es como si el autor desconocido del tarot hubiese logrado cierto conocimiento capaz de dividir la unidad profunda de cada una de ellas, y pudiese englobarlas a todas bajo una misma mirada. O si se prefiere que sacase provecho, al azar, del montón de creencias en las que todos estamos sumergidos, para su colección de imágenes. Hay que mirar esto con más detención.
Así, cada carta a su manera, ofrece en profundidad el mismo desorden. ¿Ese viejo ataviado con una esclavina roja, traje azul y tiara amarilla es realmente un papa? (como todos sabemos tanto el traje como la tiara deberían ser blancos). ¿Y por qué la Muerte siega las cabezas y las manos ya enterradas? ¿Se trataría acaso de una segunda muerte? En cuanto al Hombre Colgado ¿de dónde saca su apariencia triunfante y su traje de fiesta? Y si se gira la carta ¡aparece colgado por un pie! ¿Cómo explicar su apariencia de bailarín? ¿Por qué el Diablo es hermafrodita? Y vaya Ilusionista ¿para qué instalarse en una montaña desierta? Tal no es la costumbre de los ilusionistas. ¿De donde saca esa apariencia inspirada, esa toca lemniscate en forma de infinito? (¿El mismo tarot es a la vez jugador y adivino? ¿Es Dios?) ¿Por qué el Loco es el único arcano que no lleva una cifra? (como si la locura amenzase a cada instante al jugador y al iniciado). Y la Muerte no tiene nombre. ¿Por qué ciertos nombres nos engañan? ¿El verdadero tema de la lámina dieciocho es (como se nos anuncia) la Luna – o más bien ese misterioso Cangrejo de río que no aparece más que insensiblemente, azul, en medio del agua azul, pero del que nuestros ojos no se pueden despegar? O aún así, en la lámina deicisiete, la Estrella cede su puesto a la doncella con los dos jarrones y en la lámina diecinueve, el Sol se lo cede a los Gemelos. ¿Por qué los mancebos arrojados de su torre demuestran tanto placer al tocar el suelo no habiendo motivo para tal actuación? ¿Por qué la Fortuna sobre su rueda que está en la última lámina, se transforma, si se le mira de cerca, en esa andrógina que asciende al cielo? ¿Será el alma al fin y al cabo liberada? Esto es de no acabar.
  No quiero explicar ningún arcano. No intento más que aprehender su disposición común y algo así como su insistencia. Si traduzco ingenuamente esta disposición, es ante todo, porque existe un rasgo oculto, común a todo evento humano (que bien nos puede ser revelado por la reflexión, la fé o la leyenda). Entonces no podemos sacar ese rasgo a la luz sin que se nos pierda o se disuelva. En resumen, cada carta tiene su secreto, y ese secreto la arruina tan pronto como se deja percibir.


 "Si miro con paciencia estos singulares pictogramas lo primero que me asombra es su diversidad. Es como si todos los pueblos y todas las mitologías hubiesen sido llamados a colaborar con ellos"

  
3. Del tratamiento de los hechos ocultos


A quien toma en consideración los hechos secretos u ocultos – apariciones, encantamientos, sueños premonitorios, amuletos, telepatía, telequinesis o fantasmas – dos puntos parecen, ante todo, evidentes.
El primero es que observados (o practicados) en todos los lugares y en todos los tiempos por personas valientes – no necesariamente de espíritu fantasioso o quimérico, como son los escritores (e incluso los sabios) no, sino en su gran mayoría sólidos, prácticos y con los pies bien puestos sobre la tierra como lo son cazadores y pescadores, campesinos y soldados – su eterna falsedad sería un acontecimiento mucho más inverosímil (y si se quiere más oculto) que su aparición. Ésta falsedad suscitaría interrogantes aún más difíciles pues quedaría por explicar cómo tantas personas, entre otras cosas honestas, de buen sentido y de espíriu más bien desafiante, han podido, sin haberse consultado entre ellas, cometer billones y billones de veces el mismo error.
  Los sabios ponen mucho cuidado, en su método, al principio de economía, que consiste en enumerar las preguntas y en no agitar más problemas de lo necesario. Y bien, la economia consiste aquí simplemente en admitir, de una vez por toda, que existen eventos que escapan a las medidas de la razón, así como al control de la ciencia, eventos secretos de ningún modo banales ni gratuitos – pero por medio de los cuales participamos (a defecto de no concerlos) en los secretos del mundo, en el origen del mal, en los paisajes del infierno (tal vez incluso en la curación de los reumatismos). La mejor prueba de lo que digo, y la más irrefutable, sería si así se quiere, la siguente : que uno tampoco se hace, no se es sabio por ciencia, ni razonable por razón, sino más bien por una escogencia que sería más bien del orden del misterio o de la fé : por una escogencia precisamente oculta. Hay también un segundo punto, si se piensa, bien pero que no es menos evidente.
  Nunca han faltado quienes se apeguen, desde tiempos inmemoriales, a las apariciones, a los encantos y demás. Con el propósito de arrancar las leyes a las reglas, y de desviar, para provecho personal, sus efectos benéficos, pero también con el fin de alejar de ellos los efectos nocivos. Así pues, las ciencias y las técnicas surgidas de sus esfuerzos comparten un curioso rasgo : es que muy rapido se van por mal camino. Por más verosímil que parezca su punto de partida, por más exactos que sean sus primeros datos, éstas prosiguen y casi siempre se acaban en un parloteo extremadamente pretencioso, pero más bien vacío y vano. A pesar de nuestros penosos y conmovedores esfuerzos, sabemos sólo un poco más sobre las apariciones y los milagros que un Chino del siglo décimo antes de de Cristo. Simplemente sabemos, como él, que los hay.
  Lo menos que se puede decir de los especialistas del ocultismo es que, aún más rápido que sus ciencias, se vayan por mal camino. Nisiquiera pienso en aquellos que sucombieron ante la miseria o las enfermedades infectas. Court de Gébelin, Éliphas Lévi y los Bohemios – a éstos últimos parece haber correspondido la misteriosa función de difundir los tarots por el mundo – tampoco sacaron casi provecho de las maravillas que nos prometen. Saint- Germain, Cagliostro, Mesmer, Casanova, y un poco después Etteila – terminan viviendo en general a expensas de viejas damas inocentes que ansían la inmortalidad. En pocas palabras como le suele pasar tarde o temprano a todos los mediums famosos o hacen trampa o terminan adoptando los oficios más parecidos al de adivino : agentes secretos, delatores ; o aún espías a sueldo del Estado que les paga así por las trincheras, que sólo su laudable preocupación de encontrar un tesoro escondido, les ha hecho excavar.
Entonces, existen hechos ocultos. Y lo menos que podemos decir de ellos es que no se dejan dominar, ni conocer completamente, que no hacen ciencia. Se disuelven o se pierden tan pronto como son puestos a la luz del día. En resumen, no existen por el encuentro sino que son doblemente, esencialmente ocultos.
  Este era precisamente el sentido común de los arcanos y de su existencia.

 ¿Eran necesarios tantos miramientos y tanto esmero para recordar lo que las palabras significan por sí mismas? Seguramente. Que baste con evocar el caos que a este respecto cursa entre nosotros, y cuya intención común sería, aproximativamente, que lo oculto exige ser explicado, revelado, comunicado ; que soporta la luz pero sin perder por ello su virtud. Hay otro aún más tonto (o más repugnante) según el cual lo oculto aspira a ponerse al servicio de nuestros intereses. Es en contra de esto que el amateur de tarots afrima que el secreto no es un azar, ni un accidente ; que no es una simple ausencia, no, sino más precisamente algo así como una naturaleza.
  De todo lo anterior surgió, para el libro siguiente un método particular de lectura ya que sería imprudente tratarlo como un manual de física o de geometría. Es todo lo contrario. No hay que aprenderlo de memoria, ni mostrarlo a todos sus amigos. Claro que hay que leerlo, pero olvidarlo enseguida, y más tarde leerlo de nuevo (sin releerlo nunca). En otras palabras, relegarlo a esa parte secreta de nosotros mismos a la que todo el tarot no es más que una constante alusión.

1949.



Jean Paulhan.






1 Le Tarot de Marseille.
2 Eugène Caslat en su Exposición de El Tarot de Marsella p XVI.
3 Alusión a una expresión francesa “mettre de l'eau dans son vin” (echar agua en su vino) se dice para insinuar moderación en algo.

dimanche 3 février 2013

AVISO AL LECTOR


   Traducción libérrima del Aviso al lector con que Julien Gracq nos presenta En el Castillo de Argol (1938) su primera novela. Entre disquisicones hegelianas y escalofrios sepulcrales dignos de Ann Radcliffe la sombra de la novela negra se proyecta en este texto. Para la realización de esta traducción me he basado en la edición de 2003  de José Corti (pp. 7 - 11). Este texto bien podría ser asemejado a una increíble матрёшка en la que cada proposición y aseveración esconde otra que la afirma o la matiza, proeza técnica de la escritura.








   Quizás no sea muy necesario presentar un relato cuyo contenido puede ser asemejado de manera visibley por esto no presentaré aquí ninguna excusaa ciertos trabajos de una escuela literaria que fue la únicala discusión a este respecto, no es ya posibleen legarnos, en el periodo de la post-guerra, algo más que la esperanza de una renovacióny también la única en reavivar las delicias agotadas del siempre infantil paraíso de los exploradores. La potencia transfiguradora, la eficacia fulminante de ciertas aparicionespara nada quiméricassurgidas en un andén, en una habitación vacía, en un bosque, a la vuelta de un camino, la capacidad de estas mismas para marcar indefinidamente con su garra a todos los que caen en sus trampas, tales nociones se han tornado hoy en día demasiado familiares como para que parezca decente seguir insistiendo en ellas. Tal vez no quedaba más que arrojar esta nueva luz sobre algunos problemas humanos mal definidos, y que sin embargo siguen despertando pasiones, a juzgar por el empeño que han puesto la mayoría de religiones en concederles el primer plano de sus teodiceas. El primer puesto de estos problemas lo ocupa el problema de la salvación, o, más concretamente el del salvador o el del culpable de nuestra condena – con justa razón nunca hemos prescindido del intercesor por miedo a retirar cualquier eficacia a la gracia obtenida – ya que ambas determinaciones no puden separarse dialécticamente. Incluso en este sendero poco frecuentado, no han faltado quienes nos abran el camino. La obra de Wagner se cierra con un testamento político que Nietzsche desacertó en arrojar muy ligeramente como pasto a los cristianos, contrayendo así la grave responsabilidad de extraviar a los críticos en un orden de investigaciones tan visiblemente superficial como lo es la violenta molestia que sentimos hoy en día al oir hablar dela aceptación por el maestro del misterio cristiano de la redención”. Al contrario, la obra de Wagner siempre ha tendido de manera nítida a seguir ampliando las órbitas de su búsqueda subterránea, o más exactamente, infernal, esta búsqueda bastaría, por misma, para darnos a entender que Parsifal tiene otro significado completamente distinto al de la ignominia de la extrema unción de un cadáver, que por lo demás es, en demasía, sensiblemente recalcitrante. Y si este escueto relato no fuese considerado más que como una versión demoníacay por ende perfectamente autorizada – de la obra maestra, podría esperarse que solo de ese punto emergiese algún rayo de luz incluso para los ojos que no quieren ver.
   Las circunstancias, que a menudo han sido tildadas de escabrosas y que circundan la acción de esta nouvelle no le son de ningún modo esenciales. Pensándolo bien, creo que no habría otra forma diferente de considerarlas honestamente más que como el gesto instintivo de un pudor comprensible puesto que solamente la mente puede eximirse aquí de un talno os déjeis engañar” La inalterable resistencia de fenómenos tales como los que acabo de evocar a toda solicitación, por mas familiar que ésta pueda parecer, tiene que ser entendida como la única razón de la mediocre capacidad que tiene este relato de ponerse al alcance de todos.
   Es obvio que sería demasiado ingenuo considerar bajo un prisma simbólico los objetos, actos o circunstancias como los que parecen erigir, en ciertas intersecciones de este libro, una silueta siempre desdichada del poste indicador. La explicación simbólica es un emprobrecimiento tan grotesco de la porción invasora de lo contingente, generalmente escondido por la vida real o imaginaria, que, aparte de cualquier idea indicadora, sólo la noción – virgen y accesible, al rededor de cada acontecimiento – de las circunstancias fuertes y de las circusntancias débiles, podrá, en cualquier caso, y en este en particular, reemplazarla ventajosamente. El vigor, por sí solo convincente, de quelo que está dadocomo lo expresa tan grandiosamente la metafísica, en un libro como en la vida, debería excluir para siempre todas las evasiones de la necia fantasmagoría simbólica e incitarnos de una vez por todas a un acto decisivo de purificación.
   En cuanto a las maquinas de guerra, que en este relato han sido puestas en marcha por todo lado, y cuya función es poner en movimiento los resortes del terror que siempre se manipulan con mucha dificultad, debo decir que me he esmerado en que no fuesen, y sobre todo, en que no pareciesen inéditas, y por ende pudiesen desempeñar desde lo mas lejos posible el papel de una señal de advertencia. No pude dejar de lado el siempre cautivador repertorio de los castillos en ruinas, de los sonidos, de las luces, de los espectros en la noche y de los sueños que nos hechizan antes que nada por su completa familiaridad, y que dan al sentimiento del malestar su virulencia indispensable advirtiendónos con antelación que vamos a temblar – sin que se cometiera un error de gusto de los mas groseros. Así como los estratagemas de guerra no se renuevan sino copiándose unos a otros – haciéndonos experimentar esa sensación de entorpecimiento creador, de gloria y al mismo tiempo de melancolía que se apodera de nosotros cuando pensamos en que la batalla de Friedland es la Cannes y que Rossbach es una repetición de Leuctres(I) – parece ratificarse definitivamente el hecho de que el escritor no puede vencer mas que bajo estos signos consagrados y que sin embargo pueden multiplicarse indefinidamente. Ojalá puedan movilizarse aquí las potentes maravillas de los Misterios de Udolfo, del Castillo de Otranto, y de la casa Usher para que comuniquen a estas débiles sílabas un poco de la fuerza del embrujo que han conservado sus cadenas, sus fantasmas, y sus ataúdes : el autor no hará más que rendirles un homenaje, hecho explícito con deliberada intención, por el encanto que siempre han vertido inagotablemente en él.




1938.




(I)Bajo reserva de confirmación.