Traducción libérrima del Aviso al lector con que Julien Gracq nos presenta En el Castillo de Argol (1938) su primera novela. Entre disquisicones hegelianas y escalofrios sepulcrales dignos de Ann Radcliffe la sombra de la novela negra se proyecta en este texto. Para la realización de esta traducción me he basado en la edición de 2003 de José Corti (pp. 7 - 11). Este texto bien podría ser asemejado a una increíble матрёшка en la que cada proposición y aseveración esconde otra que la afirma o la matiza, proeza técnica de la escritura.
Quizás
no sea muy
necesario
presentar un
relato cuyo
contenido puede
ser asemejado
de manera
visible – y
por esto
no presentaré
aquí ninguna
excusa – a
ciertos trabajos
de una
escuela literaria
que fue
la única
– la discusión
a este
respecto, no
es ya
posible – en
legarnos, en
el periodo
de la
post-guerra, algo
más que
la esperanza
de una
renovación – y
también la
única en
reavivar las
delicias agotadas
del siempre
infantil paraíso
de los
exploradores. La
potencia
transfiguradora,
la eficacia
fulminante de
ciertas
apariciones –
para nada
quiméricas –
surgidas en
un andén,
en una
habitación
vacía, en
un bosque,
a la
vuelta de
un camino,
la capacidad
de estas
mismas para
marcar
indefinidamente
con su
garra a
todos los
que caen
en sus
trampas,
tales nociones
se han
tornado hoy
en día
demasiado
familiares como
para que
parezca decente
seguir
insistiendo en
ellas. Tal
vez no
quedaba más
que arrojar
esta nueva
luz sobre
algunos problemas
humanos mal
definidos, y
que sin
embargo siguen
despertando
pasiones, a
juzgar por
el empeño
que han
puesto la
mayoría de
religiones en
concederles el primer
plano de
sus
teodiceas. El
primer puesto de estos problemas lo ocupa
el problema
de la
salvación, o,
más
concretamente el
del salvador o el
del culpable de nuestra condena – con justa razón nunca hemos
prescindido del intercesor por miedo a
retirar cualquier eficacia a la gracia obtenida –
ya que ambas determinaciones no puden
separarse dialécticamente. Incluso
en este
sendero poco
frecuentado, no
han faltado
quienes nos abran
el camino.
La obra
de Wagner
se cierra
con un
testamento
político que
Nietzsche
desacertó en
arrojar muy
ligeramente como
pasto a
los cristianos,
contrayendo así
la grave
responsabilidad
de extraviar
a los
críticos en
un orden
de
investigaciones
tan visiblemente
superficial como
lo es
la violenta
molestia que
sentimos hoy
en día
al oir
hablar de
“ la aceptación
por el
maestro del
misterio
cristiano de
la redención”.
Al contrario, la
obra de
Wagner siempre
ha tendido
de manera
nítida a
seguir ampliando
las órbitas
de su
búsqueda
subterránea, o
más exactamente,
infernal, esta
búsqueda
bastaría,
por sí
misma,
para darnos
a entender
que Parsifal
tiene otro
significado
completamente
distinto
al de
la ignominia
de la
extrema unción
de un
cadáver,
que por
lo demás
es, en
demasía,
sensiblemente
recalcitrante. Y
si este
escueto relato
no fuese
considerado más
que como
una versión
demoníaca – y
por ende
perfectamente
autorizada – de
la obra
maestra, podría
esperarse que
solo de
ese punto
emergiese algún
rayo de
luz incluso
para los
ojos que
no quieren
ver.
Las
circunstancias, que a menudo han sido
tildadas de escabrosas
y que
circundan la
acción de
esta nouvelle
no le
son de
ningún modo
esenciales.
Pensándolo bien,
creo que
no habría
otra forma
diferente de
considerarlas
honestamente más
que como
el gesto
instintivo de
un pudor
comprensible puesto que solamente la mente puede eximirse aquí
de un
tal “no
os déjeis
engañar” La
inalterable
resistencia de
fenómenos tales
como los que
acabo de evocar a
toda
solicitación,
por mas
familiar que
ésta pueda parecer,
tiene que
ser entendida
como la
única razón
de la
mediocre
capacidad que tiene este
relato de ponerse al alcance de todos.
Es
obvio que sería
demasiado ingenuo
considerar bajo
un prisma
simbólico los
objetos, actos
o circunstancias
como los que
parecen
erigir, en
ciertas
intersecciones de
este libro,
una silueta
siempre
desdichada del
poste indicador.
La explicación
simbólica es un emprobrecimiento tan grotesco de la porción
invasora de lo contingente, generalmente
escondido por la vida real o imaginaria,
que, aparte de
cualquier idea indicadora, sólo la
noción – virgen
y accesible, al rededor de cada acontecimiento –
de las circunstancias
fuertes y de las circusntancias
débiles, podrá, en cualquier caso, y
en este en
particular, reemplazarla
ventajosamente. El
vigor, por sí
solo convincente,
de que
“lo que
está dado”
como lo expresa
tan grandiosamente la
metafísica, en
un libro
como en
la vida,
debería excluir
para siempre
todas las
evasiones de
la necia
fantasmagoría
simbólica e
incitarnos de
una vez
por todas
a un
acto decisivo
de purificación.
En
cuanto a
las maquinas
de guerra,
que en
este relato
han sido puestas en marcha por todo lado, y
cuya función es poner en movimiento
los resortes
del terror
que siempre se
manipulan con
mucha dificultad,
debo decir que me he esmerado
en que
no fuesen,
y sobre
todo, en que
no pareciesen
inéditas, y
por ende pudiesen
desempeñar desde
lo mas
lejos posible
el papel
de una
señal de
advertencia. No
pude dejar
de lado el siempre
cautivador
repertorio de los
castillos en
ruinas, de
los sonidos,
de las
luces, de
los espectros
en la
noche y de
los sueños
– que
nos hechizan
antes que nada
por su
completa
familiaridad, y
que dan
al sentimiento
del malestar
su virulencia
indispensable
advirtiendónos
con antelación
que vamos
a temblar
– sin
que se
cometiera un
error de
gusto de
los mas
groseros. Así
como los
estratagemas de
guerra no
se renuevan
sino copiándose
unos a
otros –
haciéndonos experimentar
esa sensación de
entorpecimiento
creador, de
gloria y
al mismo tiempo
de melancolía
que se apodera de
nosotros cuando
pensamos en que
la batalla
de Friedland
es la
Cannes y
que Rossbach
es una repetición de Leuctres(I)
– parece ratificarse definitivamente el
hecho de que el
escritor no
puede vencer
mas que
bajo estos
signos
consagrados y que
sin embargo
pueden multiplicarse
indefinidamente.
Ojalá
puedan
movilizarse aquí
las potentes
maravillas de
los Misterios
de Udolfo,
del Castillo
de Otranto,
y de
la casa
Usher para
que comuniquen
a estas
débiles sílabas
un poco
de la
fuerza del
embrujo que han
conservado sus
cadenas, sus
fantasmas, y
sus ataúdes
: el
autor no
hará más
que rendirles
un homenaje,
hecho explícito
con deliberada intención, por el
encanto que
siempre han
vertido
inagotablemente
en él.
1938.
(I)Bajo
reserva de confirmación.
Cuando atardece,y aún depende del ciclo como estará el cielo, descubro que no hay fuerza humana que interceda en la claridad y en la oscuridad... Entonces me hallo desnuda e incapaz de entender el sentido de estar viva. No obstante esta incertidumbre perfora mi piel, este evento termina por adherirse a las células de mi cuerpo; confrontando mis tormentosos acompañantes internos contra la necesidad de abolir el sufrimiento. ¿Que más tengo por hacer, sino es fijarme en las pequeñeces e ínfimas situaciones que me presenta el agudo destino?
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